Lluvia y carne dados vuelta al sacrificio.
Nueve manos blanquísimas,
dos coloretes
y el polvo.
Sabía que su dios no era aquel mármol,
ni los ojos en la rueda de algún sueño
y tampoco la fémina que olía a campos,
sino aquel muerto
que su índice mojaba.
Lo esperó en el temporal,
contra silencio,
en los hábitos de vigas, de alcohol y de ayunos.
Y en la noche del fuego lo pidió.
La vida del milagro no es la paz.
Hoy es todos los rostros que se burlan del cielo,
el dolor provocado,
la ceniza que invadió la boca.
¿El rumbo?
Y volar y volar con dirección al túnel negro,
por suerte, un amor real
es como vivir en aeropuertos...
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